Estrenada con gran aceptación de público y crítica en la 59 Edición del Festival de San Sebastián, No habrá paz para los malvados (Enrique Urbizu, 2011) estaba predestinada desde su rodaje a convertirse en un éxito. Y no sólo por haber inaugurado uno de los festivales de cine más prestigiosos del mundo, sino porque venía firmada por alguien que ya había demostrado su buena mano para para el thrillers -recordemos la magnífica La caja 507 (2002), un trabajo tan áspero y rotundo como este-. Pero es en No habrá paz para los malvados (ganadora de 6 Premios Goya, incluidos Mejor Película y Mejor Director) donde el bilbaíno mejor desarrolla todas sus cualidades como cineasta y por el que, por fin, ha dejado de estar tan infravalorado. A nivel técnico, lo que más destaca del film es su extraordinario manejo de la técnica profundidad de campo, jugando con un permanente uso del enfoque-desenfoque de los elementos encuadrados que van reclamando la atención del espectador según le interese al propio director. A lo largo de sus 100 minutos, Urbizu consigue mantener enganchado al público tras su contundente y rudo comienzo: ese Santos Trinidad (José Coronado) tan detestable como inolvidable cometiendo un triple asesinato… Aunque, para sorpresa del asesino, existe un testigo que ha logrado escapar del lugar de los hechos; la misión de Santos Trinidad será, pues, encontrar al sujeto y acabar con su vida. Paralelamente, la juez Chacón (Elena Miguel) será la encargada de llevar esta investigación, que apunta a un caso de tráfico de drogas… No obstante, nada es lo que parece en esta historia de violencia, ajuste de cuentas… y -cómo no, viniendo de Urbizu- mensaje social de órdago.
Porque no es casualidad que ese icono del cine español de los últimos años que es Santos Trinidad en realidad sea -como bien desvela él mismo al comienzo del film- un inspector de policía; circunstancia que aprovecha el director para elaborar un retrato y una feroz crítica de una parte del estamento policial que está podrido, anticuado… y en el que, por consiguiente, apenas se puede confiar. De ahí que la puesta en escena y factura de la película sea tan sucia, caótica y mugrienta como la propia sociedad que se pretende reflejar. Aunque lo cierto es que la película, en algunos aspectos, deja un sabor de boca un tanto amargo. Hay fragmentos en los que el film se confía y traslada en exceso el peso de la narración a la omnipresente música, al propio sonido ambiente o incluso al silencio -elemento clave- más que al relato en sí, que tras un espectacular arranque se desinfla en ocasiones, elevándose nuevamente en su apabullante tramo final. En este sentido, se echan en falta más diálogos, más agilidad y, por qué no decirlo, más escenas incómodas (esa de Santos Trinidad frente al espejo curándose la herida sería un buen ejemplo) y más violencia explícita; quizá así se pudiese haber evitado la cierta tediosidad y lentitud con la que transcurren ciertas partes. Baches que no empañan en absoluto un resultado final entretenido y muy por encima de la media.
La sucesión de escenas finales son estupendas y llenas de detalles que no debemos pasar por alto, resultando especialmente significativo el fotograma final, el de unos columpios que se mecen sin nadie que los maneje. ¿No simboliza ese parque de juegos infantil, en realidad, la esencia de la película? ¿No estamos inmersos en una sociedad donde nadie vigila al vigilante, a todos esos organismos que supuestamente deben velar por nuestros derechos? La película también contiene referencias a temas tan delicados como el 11-M (ese coche terrorista camino a la estación de Atocha) o el terrorismo islámico (el verdadero leit-motiv de la película), a través de unos muy logrados giros de un guión de hierro que sostiene la cinta y que plantea más preguntas que respuestas (¿ese extintor en el centro comercial está ahí por casualidad?). El rasgo más destacable del filme, con todo, es el gran trabajo de José Coronado -por el que logró el Goya, tras 25 años de experiencia en la profesión-, el más arriesgado de su carrera. Esa forma de pedir y beber los cubatas, de sostener una pistola o de decir con la mirada que estamos ante alguien sin el menor escrúpulo resultan dignas de estudio en cualquier Al inmenso Coronado le secundan un elenco de actores de excelente nivel, en el que brillan con especial intensidad Rodolfo Sancho y Juanjo Artero.
Quizá no sea una obra maestra, de hecho no lo es, pero No habrá paz para los malvados demuestra que en España, en materia de cine, quien arriesga, gana. Y confirma que, en el subgénero del cine criminal, nuestro país goza de una excelente salud.