En pleno S.XXI, en plena época de «remakes» de todo tipo, cine en tres dimensiones, sagas interminables, secuelas infumables, taquillazos carentes de toda lógica… ¿cómo es posible que una película muda y en blanco y negro haya conseguido conquistar al gran público y a la crítica más exigente? Y lo que es más interesante, ¿cómo es posible que esta misma película tenga más carisma, más emoción y más contenido que muchas películas actuales juntas? La respuesta, a priori, es bien sencilla: las buenas historias no entienden de formatos, ni de colores, ni siquiera tienen por qué ser sonoras… la francesa The Artist ha conseguido dar un golpe en la mesa y reivindicar una manera de hacer cine totalmente inédita en los tiempos que corren… y la jugada le ha salido perfecta.
Con un planteamiento basado en el metacine, la cinta de Michel Hazanavicius narra una simple (¿o no tan simple?) historia de amor donde se darán cita sentimientos tan universales como los celos, la compasión, el egoísmo o la admiración. En efecto, el amor es lo que mueve toda el metraje, pero no sólo el que se profesan ambos protagonistas (la pareja formada por Jean Dujardin y Bérénice Bejo, que destilan química por los cuatro costados), sino el cariño, el afecto, la ternura que existe entre el cine en sí, entendido como arte, con ambos; una relación que guarda, no obstante, un doble filo: mientras él ve caer su imperio, ella lo ve crecer. En este sentido, el mensaje de la película es claro: nada dura eternamente, ni siquiera la vida de una gran estrella; un George Valentin que, venido a menos debido a la llegada del cine sonoro, se aferrará al único rayo de luz que aparece en su vida: la flamante actriz Peppy Miller, deliciosamente interpretada por Bejo. En este sentido, en el de la transición del cine mudo al sonoro -auténtico leit motiv de la película- The Artist bebe, descaradamente, de clásicos como El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950), protagonizada también por una estrella que no supo entender que, en las entrañas de Hollywood, no hay lugar para la compasión. Como un productor llega a decir en un determinado momento: «El público pide aires nuevos en la industria.Y el público nunca se equivoca». Se equivoca, no obstante, Hazanavicius al cometer alguna incoherencia en el relato; no se entiende, por ejemplo, que para reflejar la caída del pedestal de la fama del otrora divo George Valentín ofrezca un retrato del personaje al que no reconocen por la calle, pasando desapercibido por completo. ¿Acaso los actores que dejan de actuar pasan a ser absolutos desconocidos por sus fans, o por simples conocidos, en los lugares públicos? Contrasta esta línea narrativa con el grito de una transeúnte que, en el tramo final de la obra, exclama sorprendida al ver al protagonista inconsciente tras haber sido víctima del incendio: «¡Es George Valentín!«.
Todo esto el director lo narra sin caer en el sentimentalismo fácil y con una infinidad de secuencias de gran cine. Imposible destacar sólo alguna de ellas, pero si tuviese que quedarme con una sería cuando Peppy Miller, a solas en el camerino de Valentin, y tras dejarle un mensaje escrito en el espejo, se prueba su traje de chaqueta. Es justo ahí cuando el que esto firma queda maravillado; un simple traje de chaqueta y una actriz desconocida por muchos han conseguido que el público se emocione, ría e, incluso, aplauda -literalmente-. Y entonces, sucede el milagro: te percatas que estás asistiendo a un espectáculo de cine de primera categoría, a un clásico instantáneo al que es imposible no resistirse a su encanto. A destacar también la impecable fotografía, una correcta duración (100 minutos extraordinariamente bien aprovechados) y una banda sonora perfectamente sincronizada con el relato visual. The Artist no es simple y llanamente una reivindicación del cine mudo como mucha gente publica, no nos engañemos. Es una reivindicación del cine en sí, del cine como constructor de emociones, del cine como industria capaz de amasar cantidades ingentes de dinero, del cine como arte en constante evolución, renovación. Del cine, en definitiva, como séptimo arte. Y eso, en los tiempos que corren y para todos aquellos que lo amamos, es un auténtico regalo.
Un tanto en el marcador de los que siempre han defendido que se puede comunicar sólo con la imagen. Entre tanto artificio técnico y superficialidad social, a veces se agradece una dosis de sencillez desnuda. Al fin y al cabo, el cine se inventó para contar historias. Gracias por la recomendación y ánimo con el blog 🙂
No puedo estar más de acuerdo contigo Alicia! Muchas gracias por tus palabras y ánimos… de momento sé que contigo tengo una fiel seguidora (que no es poco)! 😀
Estoy de acuerdo contigo. Cuando la vi en el cine me faltaba mi sombrero y mi bigote y hubiera estado en la época. Me encantó todo todo del primer segundo hasta el último. Reivindico un premio oscar al perro. Aunque como ya te conté, me destrozo parte de la película un señor mayor que se quedó durmiendo y roncando.
jaja, lástima que todavía no haya una categoría al Oscar a la Mejor Interpretación Canina!! a mi también me gustó todo de la cinta.
La vi hace pocos días. Tenía muchas expectativas y no sé porqué razón no me enganchó nada la historia. En su favor debo decir que Dujardin está increíble desde el minuto uno hasta el final. Leyendo tu crítica incluso me siento mal jajaja! pero las historias te entran o no te entran y todo es muy circunstancial! De todas maneras, no deja de ser muy recomendable por la «innovación» del cine mudo.
(hubo momentos que me acordé del final de Ciudadano Kane, no sé pq!)
Te recomiendo a que la veas de nuevo, ya verás como cambia tu percepción de la misma. Es una película que crece, en mi opinión, en su segundo visionado. Y especial atención a la banda sonora! 😉 Un besazo y gracias otra vez por tu comentario y aguantar mis parrafadas!! ;))